martes, 16 de agosto de 2011

Otros cuentos de Bradbury: LA PRADERA


—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.
—¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se niró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y…  Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

Otros cuentos de Bradbury: MARIONETAS S.A

Caminaban lentamente por la calle, a eso de las diez de la noche, hablando con tranquilidad. No tenían más de treinta y cinco años. Estaban muy serios.
-Pero ¿por qué tan temprano? -dijo Smith.
-Porque sí -dijo Braling.
-Tu primera salida en todos estos años y te vuelves a casa a las diez.
-Nervios, supongo.
-Me pregunto cómo te las habrás ingeniado. Durante diez años he tratado de sacarte a beber una copa. Y hoy, la primera noche, quieres volver en seguida.
-No tengo que abusar de mi suerte -dijo Braling.
-Pero, ¿qué has hecho? ¿Le has dado un somnífero a tu mujer?
-No. Eso sería inmoral. Ya verás.
Doblaron la esquina.
-De veras, Braling, odio tener que decírtelo, pero has tenido mucha paciencia con ella. Tu matrimonio ha sido terrible.
-Yo no diría eso.
-Nadie ignora cómo consiguió casarse contigo. Allá, en 1979, cuando ibas a salir para Río.
-Querido Río. Tantos proyectos y nunca llegué a ir.
-Y cómo ella se desgarró la ropa, y se desordenó el cabello, y te amenazó con llamar a la policía si no te casabas con ella.
-Siempre fue un poco nerviosa, Smith, entiéndelo.
-Había algo más. Tú no la querías. Se lo dijiste, ¿no es así?
-En eso siempre fui muy firme.
-Pero sin embargo te casaste.
-Tenía que pensar en mi empleo, y también en mi madre, y en mi padre. Una cosa así hubiese terminado con ellos.
-Y han pasado diez años.
-Sí -dijo Braling, mirándolo serenamente con sus ojos grises-. Pero creo que todo va a cambiar. Mira.
Braling sacó un largo billete azul.
-¡Cómo! ¡Un billete para Río! ¡El cohete del jueves!
-Sí, al fin voy a hacer mi viaje.
-¡Es maravilloso! Te lo mereces de veras. Pero, ¿y tu mujer, no se opondrá? ¿No te hará una escena?
Braling sonrió nerviosamente.
-No sabe que me voy. Volveré de Río de Janeiro dentro de un mes y nadie habrá notado mi ausencia, excepto tú.
Smith suspiró.
-Me gustaría ir contigo.
-Pobre Smith, tu matrimonio no ha sido precisamente un lecho de rosas, ¿eh?
-No, exactamente. Casado con una mujer que todo lo exagera. Es decir, después de
diez años de matrimonio, ya no esperas que tu mujer se te siente en las rodillas dos horas
todas las noches; ni que te llame al trabajo doce veces al día, ni que te hable en media
lengua. Y parece como si en este último mes se hubiese puesto todavía peor. Me
pregunto si no será una simple.
-Ah, Smith, siempre el mismo conservador. Bueno, llegamos a mi casa. ¿Quieres conocer mi secreto? ¿Cómo pude salir esta noche?
-Me gustaría saberlo.
-Mira allá arriba -dijo Braling.
Los dos hombres se quedaron mirando el aire oscuro. En una ventana del segundo piso apareció una sombra. Un hombre de treinta y cinco años, de sienes canosas, ojos tristes y grises y bigote minúsculo se asomó y miró hacia
abajo.
-Pero, cómo, ¡eres tú! -gritó Smith.
-¡Chist! ¡No tan alto!
Braling agitó una mano. El hombre respondió con un ademán y desapareció.
-Me he vuelto loco -dijo Smith.
-Espera un momento.
Los hombres esperaron. Se abrió la puerta de calle y el alto caballero de los finos bigotes y los ojos tristes salió cortésmente a recibirlos.
-Hola, Braling -dijo.
-Hola, Braling -dijo Braling.
Eran idénticos. Smith abría los ojos.
-¿Es tu hermano gemelo? No sabía que…
-No, no -dijo Braling serenamente-. Inclínate. Pon el oído en el pecho de Braling Dos. Smith titubeó un instante y al fin se inclinó y apoyó la cabeza en las impasibles costillas. Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
-¡Oh, no! ¡No puede ser!
-Es.
-Déjame escuchar de nuevo. Tlc-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic. Smith dio un paso atrás y parpadeó, asombrado. Extendió una mano y tocó los brazos tibios y las mejillas del muñeco.
-¿Dónde lo conseguiste?
-¿No está bien hecho?
-Es increíble. ¿Dónde?
-Dale al señor tu tarjeta, Braling Dos.
Braling Dos movió los dedos como un prestidigitador y sacó una tarjeta blanca. MARIONETAS, SOCIEDAD ANÓNIMA
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-No -dijo Smith.
-Sí -dijo Braling.
-Claro que sí -dijo Braling Dos.
-¿Desde cuándo lo tienes?
-Desde hace un mes. Lo guardo en el sótano, en el cajón de las herramientas. Mi mujer nunca baja, y sólo yo tengo la llave del cajón. Esta noche dije que salía a comprar unos cigarros. Bajé al sótano, saqué a Braling Dos de su encierro, y lo mandé arriba, para que acompañara a mi mujer, mientras yo iba a verte, Smith.
-¡Maravilloso! ¡Hasta huele como tú! ¡Perfume de Bond Street y tabaco Melachrinos!
-Quizás me preocupe por minucias, pero creo que me comporto correctamente. Al fin y al cabo mi mujer me necesita a mí. Y esta marioneta es igual a mí, hasta el último detalle. He estado en casa toda la noche. Estaré en casa con ella todo el mes próximo. Mientras tanto otro caballero paseará al fin por Río. Diez años esperando ese viaje. Y cuando yo vuelva de Río, Braling Dos volverá a su cajón. Smith reflexionó un minuto o dos.
-¿Y seguirá marchando solo durante todo ese mes? -preguntó al fin.
-Y durante seis meses, si fuese necesario. Puede hacer cualquier cosa -comer, dormir, transpirar cualquier cosa, y de un modo totalmente natural. Cuidarás muy bien a mi mujer, ¿no es cierto, Braling Dos?
-Su mujer es encantadora -dijo Braling Dos-. Estoy tomándole cariño. Smith se estremeció.
-¿Y desde cuándo funciona Marionetas, S. A.?
-Secretamente, desde hace dos años.
-Podría yo… quiero decir, sería posible… -Smith tomó a su amigo por el codo-. ¿Me dirías dónde puedo conseguir un robot, una marioneta, para mí? Me darás la dirección, ¿no es cierto?
-Aquí la tienes.
Smith tomó la tarjeta y la hizo girar entre los dedos.
-Gracias -dijo-. No sabes lo que esto significa. Un pequeño respiro. Una noche, una vez al mes… Mi mujer me quiere tanto que no me deja salir ni una hora. Yo también la quiero mucho, pero recuerda el viejo poema: «El amor volará si lo dejas; el amor volará si lo atas.» Sólo deseo que ella afloje un poco su abrazo.
-Tienes suerte, después de todo. Tu mujer te quiere. La mía me odia. No es tan sencillo.
-Oh, Nettie me quiere locamente. Mi tarea consistirá en que me quiera cómodamente.
-Buena suerte, Smith. No dejes de venir mientras estoy en Río. Mi mujer se extrañará si desaparecieras de pronto. Tienes que tratar a Braling Dos, aquí presente, lo mismo que a mí.
-Tienes razón. Adiós. Y gracias.
Smith se fue, sonriendo, calle abajo. Braling y Braling Dos se encaminaron hacia la casa. Ya en el ómnibus, Smith examinó la tarjeta silbando suavemente. Se ruega al señor cliente que no hable de su compra. Aunque ha sido presentado al Congreso un proyecto para legalizar Marionetas, S. A., la ley pena aún el uso de los robots.
-Bueno -dijo Smith.
Se le sacará al cliente un molde del cuerpo y una muestra del color de los ojos, labios, cabellos, piel, etc. El cliente deberá esperar dos meses a que su modelo esté terminado. No es tanto, pensó Smith. De aquí a dos meses mis costillas podrán descansar al fin de los apretujones diarios. De aquí a dos meses mi mano se curará de esta presión incesante. De aquí a dos meses mi aplastado labio inferior recobrará su tamaño normal. No quiero parecer ingrato, pero… Smith dio vuelta la tarjeta. Marionetas, S. A. funciona desde hace dos años. Se enorgullece de poseer una larga lista de satisfechos clientes. Nuestro lema es «Nada de ataduras.» Dirección: 43 South Wesley.
El ómnibus se detuvo. Smith descendió, y caminó hasta su casa diciéndose a sí mismo: Nettie y yo tenemos quince mil dólares en el banco. Podría sacar unos ocho mil con la excusa de un negocio. La marioneta me devolverá el dinero, y con intereses. Nettie nunca lo sabrá.
Abrió la puerta de su casa y poco después entraba en el dormitorio. Allí estaba Nettie, pálida, gorda, y serenamente dormida.
-Querida Nettie. -Al ver en la semioscuridad ese rostro inocente, Smith se sintió aplastado, casi, por los remordimientos-. Si estuvieses despierta me asfixiarías con tus besos y me hablarías al oído. Me haces sentir, realmente, como un criminal. Has sido una esposa tan cariñosa y tan buena. A veces me cuesta creer que te hayas casado conmigo, y no con Bud Chapman, aquel que tanto te gustaba. Y en este último mes has estado todavía más enamorada que antes.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. Sintió de pronto deseos de besarla, de confesarle su amor, de hacer pedazos la tarjeta, de olvidarse de todo el asunto. Pero al adelantarse hacia Nettie sintió que la mano le dolía y que las costillas se le quejaban. Se detuvo, con ojos desolados, y volvió la cabeza. Salió de la alcoba y atravesó las habitaciones oscuras. Entró canturreando en la biblioteca, abrió uno de los cajones del escritorio, y sacó la libreta de cheques.
-Sólo ocho mil dólares -dijo-. No más. -Se detuvo-. Un momento. Hojeó febrilmente la libreta.
-¡Pero cómo! -gritó-. ¡Faltan diez mil dólares! -Se incorporó de un salto-. ¡Sólo quedan cinco mil!
¿Qué ha hecho Nettie? ¿Qué ha hecho con ese dinero? ¿Más sombreros, más vestidos, más perfumes? ¡Ya sé! ¡Ha comprado aquella casita a orillas del Hudson de la que ha estado hablando durante tantos meses! Se precipitó hacia el dormitorio, virtuosamente indignado. ¿Qué era eso de disponer así del dinero? Se inclinó sobre su mujer.
-¡Nettie! -gritó-. ¡Nettie, despierta!
Nettie no se movió.
-¡Qué has hecho con mi dinero! -rugió Smith.
Nettie se agitó, ligeramente. La luz de la calle brillaba en sus hermosas mejillas. A Nettie le pasaba algo. El corazón de Smith latía con violencia. Se le secó la boca. Se estremeció. Se le aflojaron las rodillas.
-¡Nettie, Nettie! -dijo-. ¿Qué has hecho con mi dinero?
Y en seguida, esa idea horrible. Y luego el terror y la soledad. Y luego el infierno, y la desilusión. Smith se inclinó hacia ella, más y más, hasta que su oreja febril descansó, firmemente, irrevocablemente, sobre el pecho redondo y rosado.
-¡Nettie! -gritó.
Tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic-tic.
Mientras Smith se alejaba por la avenida, internándose en la noche, Braling y Braling. Los dos se volvieron hacia la puerta de la casa.
-Me alegra que él también pueda ser feliz -dijo Braling.
-Sí -dijo Braling Dos distraídamente.
-Bueno, ha llegado la hora del cajón, Braling Dos.
-Precisamente quería hablarle de eso -dijo el otro Braling mientras entraban en la casa- . El sótano. No me gusta. No me gusta ese cajón.
-Trataré de hacerlo un poco más cómodo.
-Las marionetas están hechas para andar, no para quedarse quietas. ¿Le gustaría pasarse las horas metido en un cajón?
-Bueno…
-No le gustaría nada. Sigo funcionando. No hay modo de pararme. Estoy perfectamente vivo y tengo sentimientos.
-Esta vez sólo será por unos días. Saldré para Río y entonces podrás salir del cajón. Podrás vivir arriba. Braling Dos se mostró irritado.
-Y cuando usted regrese de sus vacaciones, volveré al cajón.
-No me dijeron que iba a vérmelas con un modelo difícil.
-Nos conocen poco -dijo Braling Dos-. Somos muy nuevos. Y sensitivos. No me gusta
nada imaginarlo al sol, riéndose, mientras yo me quedo aquí pasando frío.
-Pero he deseado ese viaje toda mi vida -dijo Braling serenamente.
Cerró los ojos y vio el mar y las montañas y las arenas amarillas. El ruido de las olas le acunaba la mente. El sol le acariciaba los hombros desnudos. El vino era magnífico.
-Yo nunca podré ir a Río -dijo el otro-. ¿Ha pensado en eso?
-No, yo…
-Y algo más. Su esposa.
-¿Qué pasa con ella? -preguntó Braling alejándose hacia la puerta del sótano.
-La aprecio mucho.
Braling se pasó nerviosamente la lengua por los labios.
-Me alegra que te guste.
-Parece que usted no me entiende. Creo que… estoy enamorado de ella.
Braling dio un paso adelante y se detuvo.
-¿Estás qué?
-Y he estado pensando -dijo Braling Dos- qué hermoso sería ir a Río, y yo que nunca podré ir…
Y he pensado en su esposa y… creo que podríamos ser muy felices, los dos, yo y ella.
-M-m-muy bien. -Braling caminó haciéndose el distraído hacia la puerta del sótano-.
Espera un momento, ¿quieres? tengo que llamar por teléfono. Braling Dos frunció el ceño.
-¿A quién?
-Nada importante.
-¿A Marionetas, Sociedad Anónima? ¿Para decirles que vengan a buscarme?
-No, no… ¡Nada de eso!
Braling corrió hacia la puerta. Unas manos de hierro lo tomaron por los brazos.
-¡No se escape!
-¡Suéltame!
-No.
-¿Te aconsejo mi mujer hacer esto?
-No.
-¿Sospechó algo? ¿Habló contigo? ¿Está enterada?
Braling se puso a gritar. Una mano le tapó la boca.
-No lo sabrá nunca, ¿me entiende? No lo sabrá nunca.
Braling se debatió.
-Ella tiene que haber sospechado. ¡Tiene que haber influido en ti!
-Voy a encerrarlo en el cajón. Luego perderé la llave y compraré otro billete para Río, para su esposa.
-¡Un momento, un momento! ¡Espera! No te apresures. Hablemos con tranquilidad.
-Adiós, Braling.
Braling se endureció.
-¿Qué quieres decir con «adiós»?
Diez minutos más tarde, la señora Braling abrió los ojos. Se llevó la mano a la mejilla. Alguien la había besado. Se estremeció y alzó la vista.
-Cómo… No lo hacías desde hace años -murmuró.
-Ya arreglaremos eso -dijo alguien.

Otros cuentos de Bradbury: EL OTRO PIE


Cuando oyeron las noticias salieron de los restaurantes y los cafés y los hoteles y observaron el cielo. Las manos oscuras protegieron los ojos en blanco. Las bocas se abrieron. A lo largo de miles de kilómetros, bajo la luz del mediodía, se extendían unos pueblitos donde unas gentes oscuras, de pie sobre sus sombras, alzaban los ojos. Hattie Johnson tapó la olla donde hervía la sopa, se secó los dedos con un trapo, y fue lentamente hacia el fondo de la casa.
-¡Ven, Ma!
-¡Eh, Ma, ven!
-¡Te lo vas a perder!
-¡Eh, Ma!
Los tres negritos bailaban chillando en el patio polvoriento. De cuando en cuando miraban ansiosamente hacia la casa.
-Ya voy -dijo Hattie, y abrió la puerta de tela de alambre-. ¿Dónde oísteis la noticia?
-En casa de Jones, Ma. Dicen que viene un cohete. Por primera vez después de veinte años.
-¡Y con un hombre blanco dentro!
-¿Cómo es un hombre blanco, Ma? Nunca vi ninguno.
-Ya sabrás cómo es -dijo Hattie-. Sí, ya lo sabrás, de veras.
-Dinos cómo es, Ma. Cuéntanos, por favor.
Hattie frunció el ceño.
-Bueno, han pasado muchos años. Yo era sólo una niñita, ¿sabéis? Fue en 1965.
-¡Cuéntanos del hombre blanco, Ma!
Hattie salió al patio, y miró el cielo marciano, claro y azul, con las tenues nubes blancas marcianas, y más allá, a lo lejos, las colinas marcianas que se tostaban al sol. Y dijo al fin:
-Bueno, ante todo tienen manos blancas.
-¡Manos blancas!
Los chicos se rieron lanzándose manotones.
-Y tienen brazos blancos.
-¡Brazos blancos!
-Y caras blancas.
-¡Caras blancas! ¿De veras?
-¿Blanca como ésta, Ma? -El más pequeño de los negritos se arrojó un puñado de polvo a la cara y lanzó un estornudo-. ¿Así de blanca?
-Más blanca aún -dijo la negra gravemente, y se volvió otra vez hacia el cielo. Tenía como una sombra de inquietud en los ojos, como si esperara una tormenta y no pudiese verla-. Será mejor que entréis, chicos.
-¡Oh, Ma! -Los negritos la miraron asombrados-. Tenemos que verlo, Ma. No va a pasar nada, ¿no?
-No sé. Tengo un mal presentimiento.
-Sólo queremos ver el cohete, e ir al aeródromo, y ver al hombre blanco. ¿Cómo es el hombre blanco, Ma?
-No lo sé. No lo sé de veras -murmuró la mujer, sacudiendo la cabeza.
-¡Cuéntanos algo más!
-Bueno, los blancos viven en la Tierra, el lugar de donde vinimos todos nosotros hace veinte años. Salimos de allí y nos vinimos a Marte y construimos las ciudades, y aquí estamos. Ahora somos marcianos y no terrestres. Y ningún hombre blanco vino a Marte en todo este tiempo. Eso es todo.
-¿Por qué no vinieron, Ma?
-Bueno, porque… Apenas llegamos, estalló en la Tierra una guerra atómica. Pelearon entre ellos, de un modo terrible. Se olvidaron de nosotros. Cuando terminaron de pelear, no tenían más cohetes. Sólo hace poco pudieron construir algunos. Y ahora vienen a visitarnos después de tanto tiempo. -La mujer miró distraídamente a sus hijos, y se alejó unos metros-. Esperad aquí. Voy a ver a Elizabeth Brown.
-Bueno, Ma.
La mujer se alejó calle abajo. Llegó a la casa de los Brown en el momento en que todos se subían al coche.
-Eh, Hattie, ¡ven con nosotros!
-¿A dónde van? -dijo la mujer, sin aliento, corriendo hacia ellos.
-¡A ver al hombre blanco!
-Eso es -dijo el señor Brown, muy serio-. Mis chicos nunca vieron uno, y yo casi no me acuerdo.
-¿Qué van a hacer con el hombre blanco? -les preguntó Hattie.
-¿A hacer? Vamos a verlo, nada más.
-¿Seguro?
-¿Y qué podíamos hacer?
-No sé -dijo Hattie vagamente, algo avergonzada-. ¿No van a lincharlo?
-¿A lincharlo? -Todos se rieron. El señor Brown se palmeó una rodilla-. ¡Dios te bendiga, criatura! Vamos a estrecharle la mano. ¿No es cierto? Todos nosotros.
-¡Claro, claro!
Otro coche se acercó corriendo. Hattie lanzó un grito:
-¡Willie!
-¿A dónde piensan ir? ¿Dónde están los chicos? -les gritó agriamente el marido de
Hattie, mirándolos con furia-. Se van como idiotas a ver a ese blanco…
-Exactamente -asintió el señor Brown, sonriendo.
-Bueno, llévense sus armas -dijo Willie-. Yo voy a buscar la mía ahora mismo.
-¡Willie!
-¡Entra en este coche, Hattie. -El negro abrió la puerta, y así la sostuvo, hasta que la mujer obedeció. Sin volver a hablar con los otros, se lanzó por el camino polvoriento.
-¡Willie, no tan rápido!
-No tan rápido, ¿eh? Ya lo veremos. -Willie miró el camino que se precipitaba bajo el coche-. ¿Con qué derecho vienen aquí después de tantos años? ¿Por qué no nos dejan tranquilos? ¿Por qué no se habrán matado unos a otros en ese viejo mundo, permitiéndonos vivir en paz?
-Willie, no hablas como un cristiano.
-No me siento como un cristiano -dijo Willie furiosamente, asiendo con fuerza el volante-. Me siento malvado. Después de hacernos, durante tantos años, todo lo que nos hicieron… A mis padres y a los tuyos… ¿Recuerdas? ¿Recuerdas cómo colgaron a mi padre en Knockwood Hill, y cómo mataron a mamá? ¿Recuerdas? ¿O tienes tan poca
memoria como los otros?
-Recuerdo -dijo la mujer.
-¿Recuerdas al doctor Phillips, y al señor Burton, y sus casas enormes, y la cabaña de mi madre, y a mi viejo padre que seguía trabajando a pesar de sus años? El doctor Phillips y el señor Burton le dieron las gracias poniéndole una soga al cuello. Bueno –dijo Willie-, todo ha cambiado. El zapato aprieta ahora en el otro pie. Veremos quién dicta leyes contra quién, quién lincha, quién viaja en el fondo de los coches, quién sirve de espectáculo en las ferias. Vamos a verlo.
-Oh, Willie, no hables así. Nos traerá mala suerte.
-Todo el mundo habla así. Todo el mundo ha pensado en este día, creyendo que nunca iba a llegar. Todos pensábamos: «¿Qué pasará el día que un hombre blanco venga a Marte?» Pues bien, el día ha llegado, y ya no podemos retroceder.
-¿No vamos a dejar que los blancos vivan aquí en Marte?
-Sí, seguro. -Willie sonrió, pero con una ancha sonrisa de maldad. Había furia en sus ojos-. Pueden venir y trabajar aquí. ¿Por qué no? Pero para merecerlo tendrán que vivir en los barrios bajos, y lustrarnos los zapatos, y barrernos los pisos, y sentarse en la última fila de butacas. Sólo eso les pedimos. Y una vez por semana colgaremos a uno o dos.
Nada más.
-No hablas como un ser humano, y no me gusta.
-Tendrás que acostumbrarte -dijo Willie. Se detuvo frente a la casa y saltó fuera del coche-. Voy a buscar mis armas y un trozo de cuerda. Respetaremos el reglamento.
-¡Oh, Willie! -gimió la mujer, y allí se quedó, sentada en el coche, mientras su marido subía de prisa las escaleras y entraba en la casa dando un portazo. Al fin Hattie siguió a su marido. No quería seguirlo, pero allá estaba Willie, agitándose en la buhardilla, maldiciendo como un loco, buscando las cuatro armas. Hattie veía el salvaje metal de los caños que brillaba en la oscura bohardilla, pero no podía ver a Willie. ¡Era tan negro! Sólo oía sus juramentos. Al fin las piernas de Willie aparecieron en la escalera, envueltas en una nube de polvo. Willie amontonó los cartuchos de cápsulas amarillas, y sopló en los cargadores, y metió en ellos las balas, con un rostro serio y
grave, como ocultando una amargura interior.
-Déjennos solos -murmuraba, abriendo mecánicamente los brazos-. Déjennos solos. ¿Por qué no nos dejan?
-Willie, Willie.
-Tú también… tú también.
Y Willie miró a su mujer con la misma mirada, y Hattie se sintió tocada por todo ese odio. A través de la ventana se veía a los niños que hablaban entre ellos.
-Blanco como la leche, dijo Ma. Blanco como la leche.
-Blanco como esta flor vieja, ¿ves?
-Blanco como una piedra como la tiza del colegio.
Willie salió de la casa.
-Chicos, adentro. Os encerraré. No habrá hombre blanco para vosotros. No hablaréis de él. Nada.
-Pero, papá
El hombre los empujó al interior de la casa, y fue a buscar una lata de pintura y un pincel, y sacó del garaje una cuerda peluda y gruesa, en la que hizo un nudo corredizo, con manos torpes, mientras examinaba cuidadosamente el cielo. Y luego se metieron en el coche, y se alejaron sembrando a lo largo de la carretera unas apretadas nubes de polvo.
-Despacio, Willie.
-No es tiempo de ir despacio -dijo Willie-. Es tiempo de ir de prisa, y yo tengo prisa. Las gentes miraban el cielo desde los bordes del camino, o subidas a los coches, o llevadas por los coches, y las armas asomaban como telescopios orientados hacia los males de un mundo en agonía. Hattie miró las armas.
-Has estado hablando -dijo acusando a su marido.
-Sí, eso he hecho -gruñó Willie, y observó orgullosamente el camino-. Me detuve en todas las casas, y les dije que debían hacer: sacar las armas, buscar la pintura, traer las cuerdas, y estar preparados. Y aquí estamos ahora: el comité de bienvenida, para entregarles las llaves de la ciudad. ¡Sí, señor!
La mujer juntó las manos delgadas y oscuras, como para rechazar el terror que estaba invadiéndola.
El coche saltaba y se sacudía entre los otros coches. Hattie oía las voces que gritaban:
-¡Eh, Willie! ¡Mira! -y veía pasar rápidamente las manos que alzaban las cuerdas y las armas, y las bocas que sonreían.
-Hemos llegado -dijo Willie, y detuvo el automóvil en el polvo y el silencio. Abrió la puerta de un puntapié, salió cargado con sus armas, y se metió en los campos del aeródromo.
-¿Lo has pensado, Willie?
-No he hecho otra cosa en veinte años. Tenía dieciséis años cuando dejé la Tierra. Y muy contento. No había nada allí para mí, ni para ti, ni para ninguno de nosotros. Jamás me he arrepentido. Aquí vivimos en paz. Por primera vez respiramos a gusto. Vamos, adelante. Willie se abrió paso entre la oscura multitud que venía a su encuentro.
-Willie, Willie, ¿qué vamos a hacer? -decían los hombres.
-Aquí tienen un fusil -les dijo Willie-. Aquí otro fusil. Y otro. -Les entregaba las armas con bruscos movimientos-. Aquí tienen. Una pistola. Un rifle. La gente estaba tan apretada que semejaba un solo cuerpo oscuro, con mil brazos
extendidos hacia las armas.
-Willie, Willie.
Hattie, erguida y silenciosa, apretaba los labios, con los grandes ojos trágicos y húmedos.
-Trae la pintura -le dijo Willie. Y la mujer cruzó el campo con una lata de pintura, hasta el lugar donde en ese momento se detenía un ómnibus con un letrero recién pintado en el frente: A LA PISTA DE ATERRIZAJE DEL HOMBRE BLANCO. El ómnibus traía un grupo de gente armada que salió de un salto y corrió trastabillando por el aeródromo, con los ojos fijos en el cielo. Mujeres con canastas de comida; hombres con sombreros de paja, en mangas de camisa. El ómnibus se quedó allí, vacío, zumbando. Willie se meció en el coche, instaló las latas, las abrió, revolvió la pintura, probó un pincel, y se subió a un asiento.
-¡Eh, oiga! -El conductor se acercó por detrás, con su tintineante cambiador de monedas-. ¿Qué hace? ¡Fuera de aquí!
-Vas a ver lo que hago. Espera un poco.
Y Willie mojó el pincel en la pintura amarilla. Pintó una B y una L y una A y una N y una C y una O y una S con una minuciosa y terrible aplicación. Y cuando Willie terminó su trabajo, el conductor arrugó los párpados y leyó: BLANCOS: ASIENTOS DE ATRÁS. Leyó otra vez: BLANCOS. Guiñó un ojo. ASIENTOS DE ATRÁS. El conductor miró a Willie y sonrió.
-¿Te gusta? -le preguntó Willie descendiendo.
Y el conductor respondió:
-Mucho, señor. Me gusta mucho.
Hattie miraba el letrero desde afuera, con las manos apretadas contra el pecho. Willie volvió a reunirse con la multitud. Esta aumentaba con cada coche que se detenía gruñendo, y con cada ómnibus que llegaba tambaleándose desde el pueblo cercano. Willie se subió a un cajón.
-Nombremos a unos delegados para que pinten todos los ómnibus en la hora próxima. ¿Hay voluntarios?
Las manos se alzaron.
-¡Adelante!
Los hombres se fueron a pintar.
-Nombremos a unos delegados para separar con cuerdas los asientos de los cines. Las dos últimas filas para los blancos. Más manos.
-¡Adelante!
Los hombres corrieron. Willie miró a su alrededor, transpirado, fatigado por el esfuerzo, orgulloso de su energía, con la mano en el hombro de su mujer. Hattie miraba el suelo con los ojos bajos.
-Veamos -anunció Willie-. Ah, sí. Tenemos que votar una ley esta misma tarde. ¡Se prohíben los matrimonios entre razas de distinto color!
-Eso es -dijeron algunos.
-Todos los lustrabotas dejan hoy su empleo.
-¡Ahora mismo!
Algunos de los hombres arrojaron al suelo unos trapos que habían traído del pueblo, aturdidos por la excitación.
-Votaremos una ley sobre salarios mínimos, ¿no es cierto?
-¡Seguro!
-Se les pagará, por lo menos, diez centavos por hora.
-¡Eso es!
El alcalde de la ciudad se acercó corriendo.
-Oye, Willie Johnson. ¡Bájate de ese cajón!
-Alcalde, nada podrá sacarme de aquí.
-Estás provocando un tumulto, Willie Johnson.
-Justo.
-Cuando eras chico, odiabas todo esto. No eres mejor que esos blancos que ahora atacas.
-Las cosas han cambiado, alcalde -dijo Willie, desviando la vista y mirando los rostros que se extendían ante él: algunos sonrientes, otros titubeantes, otros asombrados, y otros que se alejaban disgustados y temerosos.
-Te arrepentirás, Willie -dijo el alcalde.
-Haremos una elección y tendremos otro alcalde -dijo Willie, y volvió los ojos hacia el pueblo, donde, calles abajo y calles arriba, se colgaban unos letreros recién pintados: EL ESTABLECIMIENTO SE RESERVA EL DERECHO DE NO ACEPTAR A ALGÚN CLIENTE. Willie mostró los dientes y golpeó las manos. ¡Señor! Y se detuvo a los ómnibus y se pintaron de blanco los últimos asientos, como para sugerir quiénes serían los futuros ocupantes. Y unos hombres alegres invadieron los teatros y tendieron unas cuerdas, mientras sus mujeres los miraban desde las aceras, sin
saber qué hacer. Y algunos encerraron a sus niños en las casas, para apartarlos de esas horas terribles.
-¿Todos listos? -preguntó Willie Johnson, alzando una soga bien anudada.
-¡Listos! -gritó media multitud. La otra mitad murmuró y se movió como figuras de una pesadilla de la que deseaban huir.
-¡Ahí viene! -dijo un niño.
Como cabezas de títeres, movidas por una sola cuerda, las cabezas de la multitud se volvieron hacia arriba. En lo más alto del cielo, un hermoso cohete lanzaba un ardiente penacho anaranjado. El cohete describió un círculo amplio y descendió, y todos lo miraron con la boca abierta. El campo ardió, aquí y allá, y luego el fuego se fue apagando. El cohete inmóvil descansó unos instantes. Y al fin, mientras la multitud esperaba en silencio, en un costado de la
nave se abrió una puerta y dejó escapar una bocanada de oxígeno. Un hombre viejo apareció en el umbral.
-Un blanco, un blanco, un blanco…
Las palabras corrieron por la expectante multitud. Los niños se hablaron al oído, empujándose suavemente; las palabras retrocedieron en ondas hasta los últimos hombres y hasta los ómnibus bañados por la luz y golpeados por el viento. De las abiertas ventanillas salía un olor a pintura fresca. El murmullo se alejó lentamente, y al fin dejó de
oírse. Nadie se movió.
El hombre blanco era alto y esbelto, pero llevaba en el rostro las huellas de un profundo cansancio. No se había afeitado ese día, y sus ojos eran tan viejos como pueden serlo los ojos de un hombre todavía vivo. Eran ojos incoloros, casi blancos. Las cosas que había visto en su vida habían destruido la mirada. El hombre era delgado como un arbusto en invierno. Le temblaban las manos, y mientras miraba a la multitud buscó apoyo en los quicios de la puerta. El hombre blanco sonrió débilmente, y extendió una mano, y la dejó caer. Nadie se movió.
El hombre observó atentamente los rostros, y quizá vio, sin verlos, los fusiles y las cuerdas, y quizá olió la pintura. Nadie llegó a preguntárselo. El hombre blanco comenzó a hablar. Comenzó lentamente, dulcemente, como si no esperase ninguna interrupción. Nadie lo interrumpió Su voz era una voz fatigada, vieja y uniforme.
-No importa quién soy -les dijo-. De todos modos, no sería más que un nombre para vosotros. Yo tampoco sé vuestros nombres. Eso vendrá más tarde. -Se detuvo, cerró los ojos un momento, y luego continuó-: Hace veinte años dejasteis la Tierra. Han sido años tan largos, tan largos… Pasaron tantas cosas… Son más de veinte siglos. Cuando os fuisteis estalló la guerra. -El hombre asintió con un lento movimiento de cabeza-. Sí, la gran guerra, la tercera. Duró mucho. Hasta el año pasado. Bombardeamos todas las ciudades. Destruimos Nueva York y Londres, y Moscú, y París, y Shanghai, y Bombay, y Alejandría. Lo arruinamos todo. Y cuando terminamos con las grandes ciudades, nos volvimos hacia las más pequeñas, y lanzamos sobre ellas nuestras bombas atómicas…
Y el hombre nombró ciudades y lugares y calles. Y mientras los nombraba un murmullo se elevó de la multitud.
-Destruimos Natchez…
Un murmullo.
-Y Columbus, Georgia…
Otro murmullo.
-Quemamos Nueva Orleans…
Un suspiro.
-Y Atlanta…
Un nuevo suspiro.
-Y no quedó nada de Greenwater, Alabama.
Willie Johnson alzó la cabeza y abrió la boca. Hattie vio el gesto de Willie y los recuerdos que le venían a los ojos.
-No quedó nada -dijo el viejo, hablando lentamente-. Ardieron los algodonales.
-¡Oh! -dijeron todos.
-Los molinos de algodón cayeron bajo las bombas…
-¡Oh!
-Y las fábricas, radiactivas; todo radiactivo. Los caminos y las granjas y los alimentos, radiactivos. Todo.
El hombre nombró otras ciudades y pueblos.
-Tampa.
-Mi pueblo -dijo alguien.
-Fulton.
-El mío -murmuró otro.
-Memphis.
Una voz indignada:
-¿Memphis? ¿Quemaron Memphis?
-Memphis saltó en pedazos.
-¿La calle Cuatro de Memphis?
-Toda la ciudad -dijo el viejo.
La multitud comenzó a agitarse. Una ola los llevaba al pasado. Veinte años. Los pueblos y las plazas, los árboles y los edificios de ladrillo, los carteles y las iglesias y las tiendas familiares. Todo volvía a la superficie entre las gentes del aeródromo. Cada nombre despertaba un recuerdo, y todos pensaban en algún otro día. Todos eran,
excepto los niños, suficientemente viejos.
-Laredo.
-Recuerdo Laredo.
-Nueva York.
-Yo tenía una tienda en Harlem.
-Harlem, bombardeado.
Las palabras siniestras. Los lugares familiares. El esfuerzo de imaginar todo en ruinas. Willie Johnson murmuró:
-Greenwater. Alabama. El pueblo donde nací. Lo veo aún.
-Destruido. Todo.
Destruido. Todo. Así decía el hombre.
Y el hombre continuó:
-Destruimos todo y arruinamos todo, como estúpidos que éramos y somos todavía. Matamos a millones. No creo que los sobrevivientes pasen de quinientos mil. Y de todo ese desastre salvamos un poco de metal, construimos este único cohete, y vinimos a Marte, a pediros ayuda.
El hombre se detuvo y miró hacia abajo, y escrutó los rostros como para ver qué podía esperar. Pero no estaba seguro. Hattie Johnson sintió que el brazo de su marido se endurecía y vio que sus dedos apretaban la cuerda.
-Hemos sido unos insensatos -dijo el hombre serenamente-. Destruimos la Tierra y su civilización. No vale ya la pena reconstruir las ciudades. La radiactividad durará todo un siglo. La Tierra ha muerto. Su vida ha terminado. Vosotros tenéis cohetes. Cohetes que no habéis intentado usar, pues no queríais volver a la Tierra. Yo ahora os pido que los uséis. Que vayáis a la Tierra a recoger a los sobrevivientes y traerlos a Marte. Os pido vuestra ayuda. Hemos sido unos estúpidos. Confesamos ante Dios nuestra estupidez y nuestra maldad. Chinos, hindúes, y rusos, e ingleses y americanos. Os pedimos que nos dejéis venir. El suelo marciano se mantiene casi virgen desde hace innumerables siglos. Hay sitio para todos. Es un buen suelo… Lo he visto desde el aire. Vendremos y trabajaremos la tierra para vosotros. Sí, hasta haremos eso. Merecemos cualquier castigo; pero no nos cerréis las puertas. No podemos obligaros ahora. Si queréis subiré a mi nave y volveré a la Tierra. Pero si no, vendremos y haremos todo lo que vosotros hacíais… Limpiaremos las casas, cocinaremos, os lustraremos los zapatos, y nos humillaremos ante Dios por lo que hemos hecho durante siglos contra nosotros mismos, contra otras gentes, contra vosotros. El hombre calló. Había terminado.
Se oyó un silencio hecho de silencios. Un silencio que uno podía tomar con la mano, un silencio que cayó sobre la multitud como la sensación de una tormenta distante. Los largos brazos de los negros colgaban como péndulos oscuros a la luz del sol, y sus ojos se clavaban en el viejo. El viejo no se movía. Esperaba. Willie Johnson sostenía aún la cuerda entre las manos. Los hombres a su alrededor lo observaban atentamente. Su mujer Hattie esperaba, tomada de su brazo.
Hattie Johnson hubiese querido entrar en el interior de aquel odio, y examinarlo hasta descubrir una grieta, una falla. Entonces podría sacar un guijarro o una piedra, o un ladrillo, y luego parte de una pared, y pronto todo el edificio se vendría abajo. Ahora mismo ya estaba tambaleándose. ¿Pero dónde estaba la piedra angular? ¿Cómo llegar a ella? ¿Cómo sacarla y convertir ese odio en un montón de ruinas?
Hattie miró a su marido, hundido en el silencio. No entendía qué pasaba, pero conocía a su marido, conocía su vida, y de pronto comprendió que él, Willie, era la piedra angular. Comprendió que sin él todo caería en pedazos.
-Señor… -Hattie dio un paso adelante. No sabía cómo empezar. La multitud le clavó los ojos en la espalda. Sintió esas miradas-. Señor…
El hombre se volvió hacia Hattie con una débil sonrisa.
-Señor -dijo Hattie-, ¿conoce usted Knockwood Hill en Greenwater, Alabama? El viejo le habló por encima del hombro a alguien que estaba dentro de la nave. Un momento después le alcanzaban un mapa fotográfico. El hombre esperó.
-¿Conoce el viejo roble en la cima de la colina, señor? El viejo roble. El sitio donde habían baleado al padre de Willie, donde lo habían colgado. El sitio donde lo habían descubierto, balanceado por el viento del alba.
-Sí.
-¿Todavía está? -preguntó Hattie.
-No -dijo el viejo-. Saltó en pedazos. Toda la colina ha desaparecido, y el árbol también.
¿Ve? -Señaló el lugar en el mapa.
-Déjeme ver -dijo Willie adelantándose y mirando la fotografía. Hattie parpadeó ante el hombre blanco. El corazón se le salía del pecho.
-Hábleme de Greenwater -dijo rápidamente.
-¿Qué quiere saber?
-El doctor Phillips, ¿vive todavía?
Pasó un momento. Encontraron la información en una máquina tintineante, en el interior del cohete…
-Muerto en la guerra.
-¿Y su hijo?
-Muerto.
-¿Qué pasó con la casa?
-Se incendió. Como todas las casas.
-¿Y qué pasó con aquel otro viejo árbol de Knockwood Hill?
-Todos los árboles murieron.
-¿Aquel árbol también? ¿Está usted seguro? -preguntó Willie.
-Sí.
El cuerpo de Willie pareció aflojarse.
-¿Y qué pasó con la casa del señor Burton, y el señor Burton?
-No quedó en pie ninguna casa. Murieron todos los hombres.
-¿Y la cabaña de la señora Johnson, mi madre?
El sitio donde la habían matado.
-Desapareció también. Todo desapareció. Aquí están las fotografías. Usted mismo puede verlo. Allí estaban las fotografías. Podía tenerlas en la mano, mirarlas, pensar en ellas. El cohete estaba lleno de fotografías y respuestas. Cualquier pueblo, cualquier edificio, cualquier sitio. Willie se quedó, allí, inmóvil, con la cuerda en las manos. Estaba recordando la Tierra, la Tierra verde y el pueblo verde donde había nacido y crecido. Y pensaba en ese pueblo, hecho pedazos, destruido, arruinado, y en todos sus lugares, en todos aquellos lugares relacionados con algún mal, y en todos sus hombres muertos, y en los establos, y las herrerías, y las tiendas de antigüedades, los cafés, la tabernas, los puentes, los árboles con sus ahorcados, las colinas sembradas de balas, lossenderos, las vacas, las mimosas, y su propia casa, y las casas de columnas a orillas del río, esas tumbas blancas en donde mujeres delicadas como polillas revoloteaban a la luz del otoño, distantes, lejanas. Esas casas en donde los hombres fríos se balanceaban en sus mecedoras, con los vasos de alcohol en la mano, y los fusiles apoyados en las balaustradas del porche, mientras aspiraban el aire del otoño y meditaban en la muerte. Ya no estaban allí, ya nunca volverían. Sólo quedaba, de toda aquella civilización, un poco de papel picado esparcido por el suelo. Nada, nada que él, Willie, pudiese odiar… ni la cápsula vacía de una bala, ni una cuerda de cáñamo, ni un árbol, ni siquiera una colina. Nada sino unos desconocidos en un cohete, unos desconocidos que podían lustrarle los zapatos y viajar en los últimos asientos de los ómnibus o sentarse en las últimas filas de los cines oscuros.
-No tienen por qué hacer eso -murmuró Willie Johnson.
Su mujer le miró las manos. Los dedos de Willie estaban abriéndose. La cuerda cayó al suelo y se dobló sobre sí misma. Los hombres corrieron por las calles del pueblo y arrancaron los letreros tan rápidamente dibujados y borraron la pintura amarilla de los ómnibus, y cortaron los cordones que dividían los teatros, y descargaron los fusiles, y guardaron las cuerdas.
-Un nuevo principio para todos -dijo Hattie, en el coche, al regresar.
-Sí -dijo Willie al cabo de un rato-. El Señor ha salvado a algunos: unos pocos aquí y unos pocos allá. Y el futuro está ahora en nuestras manos. El tiempo de la tortura ha concluido. Seremos cualquier cosa, pero no tontos. Lo comprendí en seguida al oír a ese hombre. Comprendí que los blancos están ahora tan solos como lo estuvimos nosotros. No tienen casa y nosotros tampoco la teníamos. Somos iguales. Podemos empezar otra vez. Somos iguales. Willie detuvo el coche y se quedó sentado, inmóvil, mientras Hattie hacía salir a los chicos. Los chicos corrieron hacia el padre.
-¿Has visto al hombre blanco? ¿Lo has visto? -gritaron.
-Sí, señor -dijo Willie, sentado al volante, pasándose lentamente la mano por la cara-.
Me parece que hoy he visto por primera vez al hombre blanco… Lo he visto de veras, claramente.

miércoles, 3 de agosto de 2011

CIENCIA FICCIÓN

La ciencia ficción es un género de narraciones imaginarias que no pueden darse en el mundo que conocemos, debido a una transformación del escenario narrativo, basado en una alteración de coordenadas científicas, espaciales, temporales, sociales o descriptivas, pero de tal modo que lo relatado es aceptable como especulación racional.



Ciencia Ficción

La ciencia ficción es un género literario propio del siglo XX que agrupa la narrrativa fantástica que tiene como tema la incidencia del progreso científico y tecnológico en la historia y la vida de las personas.
El término "ciencia ficción" fue utilizado por primera vez en 1926, cuando Hugo Gernsback creó "Amazing Stories", primera revista dedicada en forma exclusiva al género que se estaba gestando.
Este género se nutre de mitos, esperanzas, expectativas, temores y angustias de los seres humanos o de una sociedad en particular,incorporando elementos didácticos, de realismo social, policial y psicológicos y adquiriendo progresivamente gran complejidad.



RAY BRADBURY

Ray Douglas Bradbury; Waukenaun, Illinois, 1920) Novelista y cuentista estadounidense conocido principalmente por sus libros de ciencia ficción. Alcanzó la fama con la recopilación de sus mejores relatos en el volumen Crónicas marcianas (1950), que obtuvieron un gran éxito y le abrieron las puertas de prestigiosas revistas. Se trata de narraciones que podrían calificarse de poéticas más que de científicas, en las que lleva a cabo una crítica de la sociedad y la cultura actual, amenazadas por un futuro tecnocratizado. En 1953 publicó su primera novela, Fahrenheit 451, que obtuvo también un éxito importante y fue llevada al cine por François Truffaut. En ella puso de manifiesto el poder de los medios de comunicación y el excesivo conformismo que domina la sociedad.




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Ray Bradbury se graduó en la escuela secundaria en 1938, y se ganó la vida como vendedor de periódicos hasta 1942. Comenzó a escribir desde niño, pero publicó su primera historia en 1938, en una revista de aficionados. Adquirió la certeza de lo que sería su estilo cuando compuso The Lake. En 1943 dejó el trabajo de vendedor de periódicos y se dedicó a escribir a tiempo completo, publicando en diversos medios numerosos relatos breves, hasta que en 1950, con la aparición de Crónicas marcianas, comenzó su ascendente fama literaria. En sus páginas, que relatan los intentos de los terrestres por colonizar el planeta Marte, se reflejan las angustias y ansiedades que existían en la sociedad norteamericana de la década de los cincuenta, ante el peligro de una guerra nuclear.

En 1951 publicó uno de sus libros mayores, El hombre ilustrado, compuesto por varios relatos de naturaleza fantástica, y dos años más tarde otro de los más representativos, Fahrenheit 451 (título que alude a la temperatura en que libros empiezan a arder). Fahrenheit 451 narra la historia de una ciudad del futuro dominada por los medios audiovisuales, en la que se acosa el individualismo, están prohibidos los libros, y los bomberos, brazos ejecutores de un Estado totalitario, son los encargados de quemarlos. Al margen de la sociedad, un grupo de hombres recluidos en los bosques decide memorizar textos enteros de filosofía y literatura para preservar la cultura.



(Producción de programa IMAGINANTES de México)