jueves, 20 de octubre de 2011

Nueva Narrativa Latinoamericana




En los años sesenta, varios factores sociales y políticos contribuyeron a modificar las expectativas respecto de la literatura hispanoamericana. Uno fue el impulso ocasionado por las medidas desarrollistas, que buscaban modernizar a América Latina con miras a una mayor integración al mercado mundial. Otro fue la Revolución Cubana (1959) que hizo que el sueño socialista se vislumbrara como un destino posible para los países del subcontinente. El estímulo del consumo, la industrialización, el aumento demográfico y el progreso de la educación ayudaron a acrecentar el número de lectores. La Revolución Cubana movilizó inquietudes en un público mayoritariamente universitario y politizado, que encontró en la nueva literatura un renovador tratamiento de los temas que lo preocupaban. El consumo de masas provocó que los sellos editoriales se volvieran un negocio rentable.

La nueva narrativa tuvo una gran aceptación en Estados Unidos y Europa lo cual reforzó en el público hispanoamericano el orgulloso nacionalismo que era común entonces. Los narradores empezaron a aparecer con frecuencia en los medios de comunicación, hablando no sólo de literatura sino de otros temas de interés general, reflexionaban sobre lo contemporáneo convirtiéndose en intérpretes entre su público y los problemas de la época.

Las sociedades latinoamericanas buscaban definirse a sí mismas, y por ende, revisaban el pasado. La literatura pareció hacerse cargo de esa búsqueda: desarrolló insistentemente una idea de la ficción como medio para recrear una conciencia histórica, y funcionó como proveedora de identidad.

La consolidación de editoriales independientes armó un circuito de intercambio interno en el continente ayudando a que se difundiera la actividad literaria en su vertiente más contestataria y experimental. También los críticos literarios avalaron ese rumbo: fomentaron la creencia de una unidad entre los países latinoamericanos y reorganizaron la tradición desde esa perspectiva.

Boom Literario.

La irrupción del fenómeno que se conoce como BOOM LITERARIO, se debe a todos estos cambios mencionados. En el Boom convergieron la aparición de una serie de novelas novedosas (Cien Años de Soledad, Rayuela, La ciudad y los perros, La muerte de Artemio Cruz, entre otras) y un grupo de lectores y críticos receptivos a lo nuevo. De todos modos la idea de boom indicaba, en términos de márketing, una brusca alza en las ventas, es decir, un suceso comercial con estos libros, más que el hecho literario en sí. Puede decirse que fue el modo en que, entre los años 1964 y 1972 aproximadamente, se reflejaron en el mercado las transformaciones que venían produciéndose.

Las novelas de estos autores fueron aplaudidas en Hispanoamérica y luego traducidas y aclamadas en todo el mundo, debido tanto a su calidad, como a la eficacia de los medios publicitarios.

Características de la Nueva Novela

Esta literatura presenta algunas características: la desintegración de las formas tradicionales de la novela, debido a que con esta nueva novela se tratan nuevas técnicas y el lector se convierte en un "lector cómplice" y dejará de ser aquel lector pasivo de antes; La simultaneidad del lenguaje, aquí el autor utilizará un lenguaje variado de podría hacer denotar las distintas clases sociales, diversidad de lugares y regiones que a la vez que son diferentes su lenguaje también, ya no se utilizará en exceso aquel lenguaje directo, literario. El argumento de la novela es borrado por el lenguaje de personajes y narradores, que serán ahora "hablantes" simultáneos.

     Por último, La novela como ficción total; en esta parte ocurre una ruptura con la realidad circunstancial, los nuevos escritores emprenden la ruta hacia la imaginación creadora y el realismo mágico con la invención de lugares, nombres y personajes. Un gran ejemplo sería "Cien Años de Soledad", sin embargo a partir de Mario Vargas LLosa, Gabriel García Márquez entre otros la novela se convierte en un territorio imaginativo que totaliza la realidad en todos los planos.

Aparecen nuevas formas de ver nuestra realidad:

REALISMO MÁGICO: Se plantea una realidad donde se mezclan elementos mitológicos, creencias, supersticiones, tradiciones, que se toman como verdaderos y válidos dentro del marco real que presentan.

REALISMO MARAVILLOSO: Se trata de obras donde lo extraño y maravilloso no aparece explicado ni diferenciado de la realidad, sino que forma parte de esta de manera integrada.

REALISMO FANTÁSTICO: Se trata de historias que se desarrollan dentro de una realidad aparentemente normal pero en la cual irrumpe algún elemento fantástico que no es cuestionado dentro del relato pero sí genera sorpresa en el lector.

JULIO CORTÁZAR, Cuento.




Cambio de Luces
Esos jueves al caer la noche cuando Lemos me llamaba después del ensayo en Radio Belgrano y entre dos cinzanos los proyectos de nuevas piezas, tener que escuchárselos con tantas ganas de irme a la calle y olvidarme del radioteatro por dos o tres siglos, pero Lemos era el autor de moda y me pagaba bien para lo poco que yo tenía que hacer en sus programas, papeles más bien secundarios y en general antipáticos. Tenés la voz que conviene, decía amablemente Lemos, el radioescucha te escucha y te odia, no hace falta que traiciones a nadie o que mates a tu mamá con estricnina, vos abrís la boca y ahí nomás media Argentina quisiera romperte el alma a fuego lento.
No Luciana, precisamente el día en que nuestro galán Jorge Fuentes al término de Rosas de ignominia recibía dos canastas de cartas de amor y un corderito blanco mandado por una estanciera romántica del lado de Tandil, el petiso Mazza me entregó el primer sobre lila de Luciana. Acostumbrado a la nada en tantas de sus formas, me lo guardé en el bolsillo antes de irme al café (teníamos una semana de descanso después del triunfo de Rosas y el comienzo de Pájaro en la tormenta) y solamente en el segundo martini con Juárez Celman y Olive me subió al recuerdo el color del sobre y me di cuenta de que no había leído la carta; no quise delante de ellos porque los aburridos buscan tema y un sobre lila es una mina de oro, esperé a llegar a mi departamento donde la gata por lo menos no se fijaba en esas cosas, le di su leche y su ración de arrumacos, conocí a Luciana.
No necesito ver una foto de usted, decía Luciana, no me importa que Sintonía y Antena publiquen fotos de Míguez y de Jorge Fuentes pero nunca de usted, no me importa porque tengo su voz, y tampoco me importa que digan que es antipático y villano, no me importa que sus papeles engañen a todo el mundo, al contrario, porque me hago la ilusión de ser la sola que sabe la verdad: usted sufre cuando interpreta esos papeles, usted pone su talento pero yo siento que no está ahí de veras como Míguez o Raquelita Bailey, usted es tan diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia. Creyendo que odian al príncipe lo odian a usted, la gente confunde y ya me di cuenta con mi tía Poli y otras personas el año pasado cuando usted era Vassilis, el contrabandista asesino. Esta tarde me he sentido un poco sola y he querido decirle esto, tal vez no soy la única que se lo ha dicho y de alguna manera lo deseo por usted, que se sepa acompañado a pesar de todo, pero al mismo tiempo me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz, que está segura de conocerlo de veras y de admirarlo más que a los que tienen los papeles fáciles. Es como con Shakespeare, nunca se lo he dicho a nadie, pero cuando usted hizo el papel, Yago me gustó más que Otelo. No se crea obligado a contestarme, pongo mi dirección por si realmente quiere hacerlo, pero si no lo hace yo me sentiré lo mismo feliz de haberle escrito todo esto.
Caía la noche, la letra era liviana y fluida, la gata se había dormido después de jugar con el sobre lila en el almohadón del sofá. Desde la irreversible ausencia de Bruna ya no se cenaba en mi departamento, las latas nos bastaban a la gata y a mí, y a mí especialmente el coñac y la pipa. En los días de descanso (después tendría que trabajar el papel de Pájaro en la tormenta) releí la carta de Luciana sin intención de contestarla porque en ese terreno un actor, aunque solamente reciba una carta cada tres años, estimada Luciana, le contesté antes de irme al cine el viernes por la noche, me conmueven sus palabras y ésta no es una frase de cortesía. Claro que no lo era, escribí como si esa mujer que imaginaba más bien chiquita y triste y de pelo castaño con ojos claros estuviera sentada ahí y yo le dijera que me conmovían sus palabras. El resto salió más convencional porque no encontraba qué decirle después de la verdad, todo se quedaba en un relleno de papel, dos o tres frases de simpatía y gratitud, su amigo Tito Balcárcel. Pero había otra verdad en la posdata: Me alegro de que me haya dado su dirección, hubiera sido triste no poder decirle lo que siento.
A nadie le gusta confesarlo, cuando no se trabaja uno termina por aburrirse un poco, al menos alguien como yo. De muchacho tenía bastantes aventuras sentimentales, en las horas libres podía recorrer el espinel y casi siempre había pesca, pero después vino Bruna y eso duró cuatro años, a los treinta y cinco la vida en Buenos Aires empieza a desteñirse y parece que se achicara, al menos para alguien que vive solo con una gata y no es gran lector ni amigo de caminar mucho. No que me sienta viejo, al contrario; más bien parecería que son los demás, las cosas mismas que envejecen y se agrietan; por eso a lo mejor preferir las tardes en el departamento, ensayar Pájaro en la tormenta a solas con la gata mirándome, vengarme de esos papeles ingratos llevándolos a la perfección, haciéndolos míos y no de Lemos, transformando las frases más simples en un juego de espejos que multiplica lo peligroso y fascinante del personaje. Y así a la hora de leer el papel en la radio todo estaba previsto, cada coma y cada inflexión de la voz, graduando los caminos del odio (otra vez era uno de esos personajes con algunos aspectos perdonables pero cayendo poco a poco en la infamia hasta un epílogo de persecución al borde de un precipicio y salto final con gran contento de radioescuchas). Cuando entre dos mates encontré la carta de Luciana olvidada en el estante de las revistas y la releí de puro aburrido, pasó que de nuevo la vi, siempre he sido visual y fabrico fácil cualquier cosa, de entrada Luciana se me había dado más bien chiquita y de mi edad o por ahí, sobre todo con ojos claros y como transparentes, y de nuevo la imaginé así, volví a verla como pensativa antes de escribirme cada frase y después decidiéndose. De una cosa estaba seguro, Luciana no era mujer de borradores, seguro que había dudado antes de escribirme, pero después escuchándome enRosas de ignominia le habían ido viniendo las frases, se sentía que la carta era espontánea y a la vez -acaso por el papel lila- dándome la sensación de un licor que ha dormido largamente en su frasco.
Hasta su casa imaginé con sólo entornar los ojos, su casa debía ser de esas con patio cubierto o por lo menos galería con plantas, cada vez que pensaba en Luciana la veía en el mismo lugar, la galería desplazando finalmente el patio, una galería cerrada con claraboyas de vidrios de colores y mamparas que dejaban pasar la luz agrisándola, Luciana sentada en un sillón de mimbre y escribiéndome usted es muy diferente del príncipe cruel de Rosas de ignominia, llevándose la lapicera a la boca antes de seguir, nadie lo sabe porque tiene tanto talento que la gente lo odia, el pelo castaño como envuelto por una luz de vieja fotografía, ese aire ceniciento y a la vez nítido de la galería cerrada, me gustaría ser la única que sabe pasar al otro lado de sus papeles y de su voz.
La víspera de la primera tanda de Pájaro hubo que comer con Lemos y los otros, se ensayaron algunas escenas de esas que Lemos llamaba clave y nosotros clavo, choque de temperamentos y andanadas dramáticas, Raquelita Bailey muy bien en el papel de Josefina, la altanera muchacha que lentamente yo envolvería en mi consabida telaraña de maldades para las que Lemos no tenía límites. Los otros calzaban justo en sus papeles, total maldita la diferencia entre ésa y las dieciocho radionovelas que ya llevábamos actuadas. Si me acuerdo del ensayo es porque el petiso Mazza me trajo la segunda carta de Luciana y esa vez sentí ganas de leerla enseguida y me fui un rato al baño mientras Angelita y Jorge Fuentes se juraban amor eterno en un baile de Gimnasia y Esgrima, esos escenarios de Lemos que desencadenaban el entusiasmo de los habitués y daban más fuerza a las identificaciones psicológicas con los personajes, por lo menos según Lemos y Freud.
Le acepté la simple, linda invitación a conocerla en una confitería de Almagro. Había el detalle monótono del reconocimiento, ella de rojo y yo llevando el diario doblado en cuatro, no podía ser de otro modo y el resto era Luciana escribiéndome de nuevo en la galería cubierta, sola con su madre o tal vez su padre, desde el principio yo había visto un viejo con ella en una casa para una familia más grande y ahora llena de huecos donde habitaba la melancolía de la madre por otra hija muerta o ausente, porque acaso la muerte había pasado por la casa no hacía mucho, y si usted no quiere o no puede yo sabré comprender, no me corresponde tomar la iniciativa pero también sé -lo había subrayado sin énfasis- que alguien como usted está por encima de muchas cosas. Y agregaba algo que yo no había pensado y que me encantó, usted no me conoce salvo esa otra carta, pero yo hace tres años que vivo su vida, lo siento como es de veras en cada personaje nuevo, lo arranco del teatro y usted es siempre el mismo para mí cuando ya no tiene el antifaz de su papel. (Esa segunda carta se me perdió, pero las frases eran así, decían eso; recuerdo en cambio que la primera carta la guardé en un libro de Moravia que estaba leyendo, seguro que sigue ahí en la biblioteca).
Si se lo hubiera contado a Lemos le habría dado una idea para otra pieza, clavado que el encuentro se cumplía después de algunas alternativas de suspenso y entonces el muchacho descubría que Luciana era idéntica a lo que había imaginado, prueba de cómo el amor se adelanta al amor y la vista a la vista, teorías que siempre funcionaban bien en Radio Belgrano. Pero Luciana era una mujer de más de treinta años, llevados eso sí con todas las de la ley, bastante menos menuda que la mujer de las cartas en la galería, y con un precioso pelo negro que vivía como por su cuenta cuando movía la cabeza. De la cara de Luciana yo no me había hecho una imagen precisa salvo los ojos claros y la tristeza; los que ahora me recibieron sonriéndome eran marrones y nada tristes bajo ese pelo movedizo. Que le gustara el whisky me pareció simpático, por el lado de Lemos casi todos los encuentros románticos empezaban con té (y con Bruna había sido café con leche en un vagón de ferrocarril). No se disculpó por la invitación, y yo que a veces sobreactúo porque en el fondo no creo demasiado en nada de lo que me sucede, me sentí muy natural y el whisky por una vez no era falsificado. De veras, lo pasamos muy bien y fue como si nos hubieran presentado por casualidad y sin sobreentendidos, como empiezan las buenas relaciones en que nadie tiene nada que exhibir o que disimular; era lógico que se hablara sobre todo de mí porque yo era el conocido y ella solamente dos cartas y Luciana, por eso sin parecer vanidoso la dejé que me recordara en tantas novelas radiales, aquella en que me mataban torturándome, la de los obreros sepultados en la mina, algunos otros papeles. Poco a poco yo le iba ajustando la cara y la voz, desprendiéndome con trabajo de las cartas, de la galería cerrada y el sillón de mimbre; antes de separarnos me enteré de que vivía en un departamento bastante chico en planta baja y con su tía Poli que allá por los años treinta había tocado el piano en Pergamino. También Luciana hacía sus ajustes como siempre en esas relaciones de gallo ciego, casi al final me dijo que me había imaginado más alto, con pelo crespo y ojos grises; lo del pelo crespo me sobresaltó porque en ninguno de mis papeles yo me había sentido a mí mismo con pelo crespo, pero acaso su idea era como una suma, un amontonamiento de todas las canalladas y las traiciones de las piezas de Lemos. Se lo comenté en broma y Luciana dijo que no, los personajes los había visto tal como Lemos los pintaba pero al mismo tiempo era capaz de ignorarlos, de hermosamente quedarse sólo conmigo, con mi voz y vaya a saber por qué con una imagen de alguien más alto, de alguien con el pelo crespo.
Si Bruna hubiera estado aún en mi vida no creo que me hubiera enamorado de Luciana; su ausencia era todavía demasiado presente, un hueco en el aire que Luciana empezó a llenar sin saberlo, probablemente sin esperarlo. En ella en cambio todo fue más rápido, fue pasar de mi voz a ese otro Tito Balcárcel de pelo lacio y menos personalidad que los monstruos de Lemos; todas esas operaciones duraron apenas un mes, se cumplieron en dos encuentros en cafés, un tercero en mi departamento, la gata aceptó el perfume y la piel de Luciana, se le durmió en la falda, no pareció de acuerdo con un anochecer en que de golpe estuvo de más, en que debió saltar maullando al suelo. La tía Poli se fue a vivir a Pergamino con una hermana, su misión estaba cumplida y Luciana se mudó a mi casa esa semana; cuando la ayudé a preparar sus cosas me dolió la falta de la galería cubierta, de la luz cenicienta, sabía que no las iba a encontrar y sin embargo había algo como una carencia, una imperfección. La tarde de la mudanza la tía Poli me contó dulcemente la módica saga de la familia, la infancia de Luciana, el novio aspirado para siempre por una oferta de frigoríficos de Chicago, el matrimonio con un hotelero de Primera Junta y la ruptura seis años atrás, cosas que yo había sabido por Luciana pero de otra manera, como si ella no hubiera hablado verdaderamente de sí misma ahora que parecía empezar a vivir por cuenta de otro presente, de mi cuerpo contra el suyo, los platitos de leche a la gata, el cine a cada rato, el amor.
Me acuerdo que fue más o menos en la época de Sangre en las espigas cuando le pedí a Luciana que se aclarara el pelo. Al principio le pareció un capricho de actor, si querés me compro una peluca, me dijo riéndose, y de paso a vos te quedaría tan bien una con el pelo crespo, ya que estamos. Pero cuando insistí unos días después, dijo que bueno, total lo mismo le daba el pelo negro o castaño, fue casi como si se diera cuenta de que en mí ese cambio no tenía nada que ver con mis manías de actor sino con otras cosas, una galería cubierta, un sillón de mimbre. No tuve que pedírselo otra vez, me gustó que lo hubiera hecho por mí y se lo dije tantas veces mientras nos amábamos, mientras me perdía en su pelo y sus senos y me dejaba resbalar con ella a otro largo sueño boca a boca. (Tal vez a la mañana siguiente, o fue antes de salir de compras, no lo tengo claro, le junté el pelo con las dos manos y se lo até en la nuca, le aseguré que le quedaba mejor así. Ella se miró en el espejo y no dijo nada, aunque sentí que no estaba de acuerdo y que tenía razón, no era mujer para recogerse él pelo, imposible negar que le quedaba mejor cuando lo llevaba suelto antes de aclarárselo, pero no se lo dije porque me gustaba verla así, verla mejor que aquella tarde cuando había entrado por primera vez en la confitería).
Nunca me había gustado escucharme actuando, hacía mi trabajo y basta, los colegas se extrañaban de esa falta de vanidad que en ellos era tan visible; debían pensar, acaso con razón, que la naturaleza de mis papeles no me inducía demasiado a recordarlos, y por eso Lemos me miró levantando las cejas cuando le pedí los discos de archivo de Rosas de ignominia, me preguntó para qué lo quería y le contesté cualquier cosa, problemas de dicción que me interesaba superar o algo así. Cuando llegué con el álbum de discos, Luciana se sorprendió también un poco porque yo no le hablaba nunca de mi trabajo, era ella que cada tanto me daba sus impresiones, me escuchaba por las tardes con la gata en la falda. Repetí lo que le había dicho a Lemos pero en vez de escuchar las grabaciones en otro cuarto traje el tocadiscos al salón y le pedí a Luciana que se quedara un rato conmigo, yo mismo preparé el té y arreglé las luces para que estuviera cómoda. Por qué cambiás de lugar esa lámpara, dijo Luciana, queda bien ahí. Quedaba bien como objeto pero echaba una luz cruda y caliente sobre el sofá donde se sentaba Luciana, era mejor que sólo le llegara la penumbra de la tarde desde la ventana, una luz un poco cenicienta que se envolvía en su pelo, en sus manos ocupándose del té. Me mimás demasiado, dijo Luciana, todo para mí y vos ahí en un rincón sin siquiera sentarte.
Desde luego puse solamente algunos pasajes de Rosas, el tiempo de dos tazas de té, de un cigarrillo. Me hacía bien mirar a Luciana atenta al drama, alzando a veces la cabeza cuando reconocía mi voz y sonriéndome como si no le importara saber que el miserable cuñado de la pobre Carmencita comenzaba sus intrigas para quedarse con la fortuna de los Pardo, y que la siniestra tarea continuaría a lo largo de tantos episodios hasta el inevitable triunfo del amor y la justicia según Lemos. En mi rincón (había aceptado una taza de té a su lado pero después había vuelto al fondo del salón como si desde ahí se escuchara mejor) me sentía bien, reencontraba por un momento algo que me había estado faltando; hubiera querido que todo eso se prolongara, que la luz del anochecer siguiera pareciéndose a la de la galería cubierta. No podía ser, claro, y corté el tocadiscos y salimos juntos al balcón después que Luciana hubo devuelto la lámpara a su sitio porque realmente quedaba mal allí donde yo la había corrido. ¿Te sirvió de algo escucharte?, me preguntó acariciándome una mano. Sí, de mucho, hablé de problemas de respiración, de vocales, cualquier cosa que ella aceptaba con respeto; lo único que no le dije fue que en ese momento perfecto sólo había faltado el sillón de mimbre y quizá también que ella hubiera estado triste, como alguien que mira el vacío antes de continuar el párrafo de una carta.
Estábamos llegando al final de Sangre en las espigas, tres semanas más y me darían vacaciones. Al volver de la radio encontraba a Luciana leyendo o jugando con la gata en el sillón que le había regalado para su cumpleaños junto con la mesa de mimbre que hacía juego. No tiene nada que ver con este ambiente, había dicho Luciana entre divertida y perpleja, pero si a vos te gustan a mí también, es un lindo juego y tan cómodo. Vas a estar mejor en él si tenés que escribir cartas, le dije. Sí, admitió Luciana, justamente estoy en deuda con tía Poli, pobrecita. Como por la tarde tenía poca luz en el sillón (no creo que se hubiera dado cuenta de que yo había cambiado la bombilla de la lámpara) acabó por poner la mesita y el sillón cerca de la ventana para tejer o mirar las revistas, y tal vez fue en esos días de otoño, o un poco después, que una tarde me quedé mucho tiempo a su lado, la besé largamente y le dije que nunca la había querido tanto como en ese momento, tal como la estaba viendo, como hubiera querido verla siempre. Ella no dijo nada, sus manos andaban por mi pelo despeinándome, su cabeza se volcó sobre mi hombro y se estuvo quieta, como ausente.¿Por qué esperar otra cosa de Luciana, así al filo del atardecer? Ella era como los sobres lila, como las simples, casi tímidas frases de sus cartas. A partir de ahora me costaría imaginar que la había conocido en una confitería, que su pelo negro suelto había ondulado como un látigo en el momento de saludarme, de vencer la primera confusión del encuentro. En la memoria de mi amor estaba la galería cubierta, la silueta en un sillón de mimbre distanciándola de la imagen más alta y vital que de mañana andaba por la casa o jugaba con la gata, esa imagen que al atardecer entraría una y otra vez en lo que yo había querido, en lo que me hacía amarla tanto.
Decírselo, quizá. No tuve tiempo, pienso que vacilé porque prefería guardarla así, la plenitud era tan grande que no quería pensar en su vago silencio, en una distracción que no le había conocido antes, en una manera de mirarme por momentos como si buscara, algo, un aletazo de mirada devuelta enseguida a lo inmediato, a la gata o a un libro. También eso entraba en mi manera de preferirla, era el clima melancólico de la galería cubierta, de los sobres lila. Sé que en algún despertar en la alta noche, mirándola dormir contra mí, sentí que había llegado el tiempo de decírselo, de volverla definitivamente mía por una aceptación total de mi lenta telaraña enamorada. No lo hice porque Luciana dormía, porque Luciana estaba despierta, porque ese martes íbamos al cine, porque estábamos buscando un auto para las vacaciones, porque la vida venía a grandes pantallazos antes y después de los atardeceres en que la luz cenicienta parecía condensar su perfección en la pausa del sillón de mimbre. Que me hablara tan poco ahora, que a veces volviera a mirarme como buscando alguna cosa perdida, retardaban en mí la oscura necesidad de confiarle la verdad, de explicarle por fin el pelo castaño, la luz de la galería. No tuve tiempo, un azar de horarios cambiados me llevó al centro un fin de mañana, la vi salir de un hotel, no la reconocí al reconocerla, no comprendí al comprender que salía apretando el brazo de un hombre más alto que yo, un hombre que se inclinaba un poco para besarla en la oreja, para frotar su pelo crespo contra el pelo castaño de Luciana.
Julio Cortazar
De Alguien que anda por ahí
Cortázar, Julio; Cuentos completos 2, Buenos Aires, Alfaguara, 1996

martes, 6 de septiembre de 2011

Vanguardias del SIGLO XX


“La irreverencia y la confrontación de las formas artísticas tradicionales son dos pilares del vanguardismo”
Marcel duchamp.


El término “Vanguardias” proviene del lenguaje militar (francés: avant-garde) y hace referencia a la parte del ejército más adelantada. Con esta expresión se engloba a una serie de movimientos artísticos y culturales desarrollados en Europa y América a partir de las primeras décadas del siglo XX.
En un principio, la palabra “vanguardia” comenzó a utilizarse en Francia aplicada a la política entre los socialistas, en el sentido de minoría encargada de llevar adelante la revolución. Posteriormente se desarrolló el concepto entre los movimientos artísticos que se proponían romper con las convenciones estéticas vigentes.
En el terreno artístico es la primera línea de creación, la renovación radical de las formas y contenidos, las cuales confrontan con las tendencias anteriores.
Se manifiestan a través de varios movimientos que desde distintos planteamientos abordan la renovación del arte, con recursos que quiebran o distorsionan los sistemas más aceptados de representación en teatro, pintura, literatura, cine, arquitectura, música, etc.
ISMOS: corrientes, movimientos, tendencias innovadoras, especialmente en el pensamiento y en el arte.
“Sólo es vital el arte que encuentra sus propios elementos en el ambiente que lo cirrcunda” (Marientti)

M O V I M I E N T O S:
FUTURISMO: Movimiento artístico de comienzos del siglo XX que rechazó la estética tradicional e intento revalorar la vida contemporánea. En 1909 Filippo Marinetti creó el manifiesto futurista.
Los temas principales son la máquina y el movimiento. Se recurría a cualquier modo esxpresivo capaz de crear un verdadero arte de acción con el propósito de rejuvenecer y reconstruir la faz del mundo.
El futurismo se caracterizó por el intento de captar la sensación de movimiento. Superpuso acciones consecutivas, y, en arquitectura, desarrollaron la idea de una Ciudad Moderna (urbanismo), un nuevo mundo vertical y mecánico.
En 1914 se disuelven como grupo, algunos de sus integrantes se enrolaron en un batallón de voluntarios de acuerdo a su idea de “la guerra como higiene del mundo”.
DADAÍSMO: movimiento que abarca todos los géneros artísticos y es la expresión de una propuesta nihilista contra la cultura occidental, una revolución contra el arte convencional.
Fue fundado por Tristán Tzará en 1916, el nombre fue elegido al azar en un diccionario. Dadá significa caballito de madera. También podría hacer referencia la balbuceo de los niños en su etapa anterior al lenguaje.
El objetivo de este movimiento era expresar el rechazo de todos los valores sociales y estéticos del momento. Para esto recurrían con frecuencia a la utilización de métodos artísticos y literarios incomprensibles, absurdos e irracionales. Buscaban impactar o dejar perplejo al público para que este reconsiderara los valores estéticos establecidos. Utilizaban nuevos materiales (como deshechos) y nuevos métodos, como el azar y la espontaneidad.
CREACIONISMO: Movimiento basado en una teoría estética general. Vicente Huidobro, poeta chileno, fue el creador de este ismo, presentado en 1916. Habla del arte y sus etapas, para concluir que el imitativo de la realidad debe suplantarse por un arte creativo que sea capaz de superar al medio, de crear. Se basa en un poema indígena que en uno de sus versos dice: “Oh poeta, no cantes a la lluvia, haced llover”. Huidobro dirá: “oh poeta, no canteis a la rosa, acedla florecer en el poema”.
Es muy difícil llevar a la práctica los parámetros que supone el manifiesto creacionista.
ULTRAISMO: Movimiento poético de vanguardia. Surge en España en 1919 por incitación de Huidobro y como reacción al modernismo de Ruben Darío.
Sus principales postulados fueron:
  • Reducción de la lírica a su elemento primordial: la metáfora.
  • Tachadura de frases medianeras, nexos, adjetivos inútiles.
  • Abolición de ornamentos.
  • Síntesis de imágenes.
SURREALISMO: Movimiento iniciado en 1924 por André Breton, el cual lo define en su manifiesto como “automatismo psíquico puro” que intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento. Es el único movimiento que presenta una base psicológica: las teorías de Freud.
La importancia del mundo del inconsciente y el poder revelador y transformador de los sueños conectan al surrealismo con el psicoanálisis. Se propuso romper con todo convencionalismo mental y artístico.
Destacaban el poder de la imaginación como parte del individuo capaz de generarle estados de felicidad mediante la creación de otras realidades.

martes, 16 de agosto de 2011

Otros cuentos de Bradbury: LA PRADERA


—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.
—¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se niró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y…  Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.